Hace ahora un año y cinco meses nació Elena, mi segunda hija.

Son las diez de la noche, se ha quedado dormida a mi lado y cuando la miro no puedo sentir otra cosa que amor y por momentos miedo.

Miedo de no saber que le depara un mundo cada vez más incierto, un mundo que a mi forma de ver se divide en tres clases de personas.

Un primer grupo de personas que aportan luz. Esas personas que ayudan y no esperan nada a cambio, que intentan hacer la vida de los demás un poco mejor, buenas personas que andan por un camino nada fácil de recorrer.

El segundo son las personas cuya única función en la vida es aportar odio, personas que se creen con derecho de decirles a otros como vivir y que pueden o no hacer. Personas que hacen daño y matan sin darle importancia a la vida ajena. Malas personas que no andan ningún camino porque están siempre observando el camino de otro.

Por último, el que forma la gran masa, el tercer grupo de personas, el mayoritario. En este te habrás encontrado alguna vez: son las personas que no hacen nada. Ni bueno ni malo, simplemente observan y se resignan, se conforman. Buscan cualquier excusa para no ayudar, casi siempre la misma “es que yo solo no puedo hacer nada”.

Puede que en algún momento de mi vida estuviera en el segundo y tercer grupo, pero estoy convencido de que Elena va a andar por el camino del primer grupo y aun sabiendo que no será fácil, ahí estará su padre para ayudarla.

Por eso este año recorreré el camino de Santiago en nombre de Elena. Intentaré con vuestra ayuda recaudar fondos para médicos sin fronteras contra la desnutrición infantil, y así enseñar a mi hija que, si ella quiere, existe un camino que aún no siendo el más cómodo sí es posible transitar, que la llevará a destinos que pocos pueden alcanzar y que logrará paso a paso.